19 de julio de 1979 nace una nueva Nicaragua
19 de julio de 1979 nace una nueva Nicaragua

Durante los días más oscuros de la lucha revolucionaria, cuando Nicaragua entera se alzaba contra la tiranía dinástica de Somoza, surgían figuras que desafiaban el tiempo y la lógica de la edad. Eran tiempos de pólvora, miedo y esperanza; tiempos donde la niñez se interrumpía por el eco de los fusiles y el rugido de los aviones militares somocistas.

En ese escenario de insurrección, entre barricadas de adoquines y estallidos nocturnos, transcurría la vida de Henry Luna. Un niño moreno y delgado, de apenas doce años, cuya voz y mirada parecían cargadas de siglos. La cámara, temblorosa y sucia de los periodistas de la época, apenas alcanzaba a enfocarlo. Sostenía un explosivo casero con la naturalidad de quien empuña un juguete. Pero lo que más estremecía eran sus palabras.

“No me importa morir, porque sé que esto va a pasar a la historia”, dijo. Y en ese instante, el país entero pareció detenerse a escucharlo.

Henry Luna, el niño guerrillero
Henry Luna, el niño guerrillero

Esa convicción, representaba la conciencia despierta de un pueblo entero, la misma que recibió un haz de esperanza aquella tarde del 22 de agosto de 1978, cuando en las emisoras de todo el país, escuchamos que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) había tomado el Palacio Nacional.

Un hecho que sacudió los cimientos de la dictadura somocista, y encendió entre nosotros, la esperanza de que la libertad no era un sueño lejano, sino una conquista posible.

El comando que irrumpió en el Palacio Nacional bautizó la acción como Operación Chanchera. Veinticinco combatientes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), disfrazados con uniformes verdeolivo idénticos a los de la Guardia Nacional, tomaron como rehenes a decenas de diputados del régimen somocista, en el corazón mismo del poder dictatorial.

Yo los imaginé, firmes, apuntando con el fusil mientras exigían la libertad de nuestros presos, la difusión de nuestros mensajes, y un vuelo hacia la dignidad, lo consiguieron todo. Aquella operación encendió una chispa que no se apagaría nunca más pues representaba la prueba de que la dictadura podía ser vencida.

La chispa prendida aquel agosto no solo nos encendió, nos unió en un mismo fuego de lucha y esperanza. Unos meses después, en marzo del 79, supe que el FSLN se habían unido en un solo frente, lo que derivó en la ofensiva final que no fue una batalla aislada, sino una marea organizada.

Los combatientes comenzaron a tomar el control de las ciudades. Desde Occidente hasta el Norte, del Norte hasta Oriente, nuestras columnas avanzaban con firmeza y golpeaban sin tregua.

En los barrios de la capital, Managua, se levantaron barricadas con adoquines y restos de camiones quemados, mientras que en otros puntos la Guardia Nacional atacaba Jinotega, Bonanza, Rivas.

El camino hacia la insurrección parió huelgas que paralizaron ciudades enteras y se sentía que algo grande se estaba gestando. A medida que avanzaban los combates, sabíamos que esta no era una rebelión cualquiera: era una estrategia pensada para cercar al dictador en cuestión de semanas.

Por su parte, la dictadura respondió con una violencia despiadada. Vi barrios enteros convertidos en ruinas, niños heridos en brazos de sus madres, y el cielo teñido por el humo de los bombardeos.

Tras 18 días de combate ininterrumpido, tuvimos que replegarnos a Masaya cuando la presión en Managua lo exigió. Era un movimiento táctico, no una retirada. Lo sabíamos. En esa ciudad ardiente y rebelde, más de seis mil nos reunimos: combatientes, revolucionarios, madres con sus hijos y jóvenes.

La noche del 27 de junio, en completo sigilo salimos desde diversos barrios de la capital, Managua, rumbo a Masaya, recorriendo cerca de 30 kilómetros a pie, durante más de 12 horas, cruzamos veredas y zonas rurales bajo el riesgo de ser descubiertos por patrullas de la Guardia Nacional.

Desde Masaya, el Frente Suroriental se transformó en el puño que golpearía los últimos bastiones del somocismo, fue así que comenzamos a preparar el avance hacia otras ciudades del país: Granada, Jinotepe y, finalmente, Managua.

Los días siguientes transcurrieron entre el fuego cruzado y el avance decidido del pueblo, mientras la resistencia encendida del país forzaba a la Guardia Nacional a retroceder y perder terreno en todas las direcciones; al mismo tiempo, la presión internacional se intensificaba, empujando cada vez más al régimen en su ocaso.

La madrugada del 17 de julio de 1979, Somoza huyó en silencio, dejando tras de sí un país herido, pero con la moral en alto. El pueblo salió a las calles, aún con el dolor a cuestas, pero también con la certeza de que la dictadura se había desplomado.

Así nació el Día de la Alegría, preludio de una Nicaragua libre, donde la esperanza dejó de ocultarse y el miedo cambió de bando.

Apenas dos días después de aquel día de júbilo, el 19 de julio de 1979 Nicaragua amaneció libre. En Managua entraron las columnas guerrilleras, cubiertas de polvo, sudor y gloria, parecía un río incontenible de dignidad.

La gente salía de sus casas como si la esperanza hubiese sido convocada de golpe: mujeres, niños, ancianos, todos lanzaban vivas, banderas y abrazos.

Los combatientes, muchos apenas mayores que niños, levantaban los fusiles al cielo, no como amenaza, sino como símbolo de victoria. Y en cada esquina se escuchaba, sin miedo, sin reservas: ¡Viva Nicaragua libre!

El 19 de julio, la Plaza de la Revolución, en Managua, comenzó a llenarse como un corazón que se ensancha al latir. La sangre derramada en cada departamento del país, florecía en canciones, lágrimas y gritos de victoria.

En medio de esa marea popular desbordada por la victoria, emergía la figura del Comandante Daniel Ortega Saavedra, rostro visible de una generación que convirtió la rebeldía en dignidad.

El líder revolucionario, de espejuelos gruesos y tupido bigote, no regresaba solo como dirigente del FSLN, sino como testimonio vivo de que la constancia y el amor a la patria son más fuertes que cualquier dinastía opresora, pues fue testigo y protagonista de cada herida de esta patria.

Fue apresado, torturado, exiliado; conoció las mazmorras del régimen desde adentro, donde la oscuridad parecía no tener fin. Su determinación junto con la de un pueblo torturado y vilipendiado abrió las puertas de la libertad, convirtiéndolo en símbolo de una generación indoblegable.

Aquel 19 de julio no fue únicamente la caída de una dictadura, sino la materialización de un sueño sembrado por el General de Hombres Libres, Augusto C. Sandino, y retomado por Carlos Fonseca Amador, fundador del FSLN. Su espíritu, que desafió al imperio y resistió al intervencionismo, se encarnaba ahora en cada joven combatiente y en cada madre que abrazaba a sus hijos con un canto nuevo de esperanza.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional, guiado por la unidad revolucionaria y el amor a la patria, nos entregó lo que creíamos imposible: una Nicaragua nueva, forjada desde abajo, desde el barro y la sangre, pero también desde la ternura y la conciencia.