En Alemania, en las elecciones que acaban de celebrarse en los Lander de Sajonia y Turingia, los neonazis de la AfD lograron un enorme resultado al quedar segundos y primeros respectivamente. No menos significativa fue la afirmación del BSW de Sahra Wagenknecht, fundadora de un partido de izquierda alternativo, anticapitalista, pacifista y antiatlantista, que tras sólo nueve meses recogió el 15,8 de los votos en Turingia y el 11,8 en Sajonia. Son votos extraídos de la reserva electoral de los Verdes (los más atlanticistas de la constelación ecologista europea) de los socialdemócratas (en la versión suicida de lo que fue el partido de Brandt) y Die Linke (otro ejemplo de mutación genética atlantista de una fuerza de oposición).
Sholtz llama a la movilización contra la derecha, sin recordar que la chusma nazi también ha crecido gracias a la conducta de su gobierno, la peor desde la posguerra. Un gobierno que, al atacar a Rusia a instancias de Estados Unidos y acabar así con el crecimiento industrial alemán -en gran parte debido al ridículo precio de la energía-, llevó a cabo la transformación que redujo la locomotora alemana a un triciclo estadounidense. De hecho, Berlín importaba petróleo y gas de Rusia a precios favorables y, además de servir a la cadena de producción y satisfacer las necesidades alemanas, revendía a precios europeos a toda la parte oriental del continente, obteniendo poderosos márgenes e influencia política. Como consecuencia del enfrentamiento con Moscú, la economía alemana lleva un año en recesión y Volkswaghen, por primera vez, anunció el cierre de sus fábricas.
Los grandes medios eurocéntricos se declaran preocupados por el avance de la extrema derecha, pero el establishment atlántico es perfectamente consciente de dos cosas: 1) la extrema derecha no es un enemigo y, tendencialmente, ni siquiera un outsider; 2) los neonazis nunca podrán representar una opción de gobierno sin que el Estado profundo se lo permita. Como enseña Meloni en Italia, lo que primero dice desde la oposición luego se niega en el gobierno.
Existe, por supuesto, la impracticabilidad de los símbolos y los eslóganes, porque la estética de la dominación no quiere escenas de mal gusto o aumento que produzcan, por reacción, un resurgimiento de la izquierda alternativa. Pero en cuanto al contenido, poco importa la derecha, la izquierda o el centro: aunque algunos de los procesos de cambio que acabamos de mencionar puedan hacer creer que el cambio está en el orden de las posibilidades, en realidad sólo se permiten mutaciones estéticas, no cambios de fondo. Los procesos políticos que alteran las orientaciones fundamentales no están permitidos, salvo en una medida insignificante.
Ante todo, quien acceda a los pasillos del poder debe comprender la diferencia entre estar en el gobierno y detentar el poder, el verdadero poder. Este último requiere un patrón que no puede ser cuestionado: las fuentes de energía, los cuerpos intermedios y los ganglios de control social, el conjunto de la Administración Pública -de ahí los aparatos políticos, militar, de seguridad, de inteligencia y judicial- y el sistema mediático, no pueden sino ver una subordinación absoluta a Estados Unidos. Se puede cambiar todo en tanto que no cambie nada.
La amenaza no viene de la derecha. Ninguna derecha continental es incompatible con este esquema. Como puede verse en Italia, la derecha se lleva muy bien con el imperio del Occidente colectivo: la derecha tiene una idea diferente de la guerra contra Rusia, pero no desde un punto de vista ideológico o conceptual, sino porque es inútil y contraproducente, costosa y condenada a la derrota.
La preocupación occidental por la perspectiva puede leerse, en cambio, en los numerosos artículos que, en tonos que van del desprecio a la preocupación, retratan la victoria de los comunistas alemanes liderados por Sahra Wagenknecht (hacia la que se ha iniciado el proceso de demonización), vislumbrando en su propuesta un importante imán para el descontento social en Alemania y en otros lugares. Está relacionado (como es obvio, aunque hay elementos diferentes) con el éxito en Francia de la France Insoumisse de Melenchon y el crecimiento de otras formaciones de izquierdas en el continente. Hay que recordar que la arquitectura de la UE se basa en Francia y Alemania: ¿qué pasa si los dos países cambian el rumbo en lo concreto?
En resumen, hay miedo público a la derecha, pero las operaciones de chantaje y las amenazas cruzadas ya están en marcha para impedir posibles gobiernos con un papel decisivo de la izquierda.
¿Un nuevo Luis XVI?
La democracia en Francia se enfrenta a una prueba importante. Hay un presidente en minoría que impide la formación de un gobierno de mayoría. Macron, extremista liberal, se niega a tomar nota del resultado electoral y de la consiguiente nueva composición del Parlamento y, rompiendo el dictado constitucional y la práctica política establecida, se niega a asignar la tarea de formar gobierno a Lucie Castets, economista y funcionaria, candidata del Nuevo Frente Popular que tiene en Francia Insoumisse, el principal partido de la coalición. El presidente a medias encerrado en su laberinto insiste en que el voto popular no tiene ningún valor frente a su voluntad. Sitúa la voluntad del electorado varios niveles por debajo de la del establishment político, militar y financiero que lo puso en el Elíseo al que recuerda deber obediencia y no al País, declarando así caduca la democracia de cuya fiabilidad siempre se ha enorgullecido París.
No se trata de bonapartismo barato, ni mucho menos de una reedición del ‘Yo soy el Estado’ gaullista: los rasgos de Macron se encuentran, si acaso, en Luis XVI que perdió la cabeza detrás de sus sueños de grandura. El balance de la presidencia de Macron es devastador para Francia, cuyo papel de protagonista en la escena internacional no ha sabido mantener. Caracterizó sus años en el Elíseo con la dura represión de las protestas contra su reforma de las pensiones; arrastró a Francia a la peor crisis económica y social de los últimos 50 años; enterró un papel de mediación en el conflicto OTAN-Rusia a través de Ucrania; invitó a los herederos de los nazis a las conmemoraciones del desembarco de Normandía; perdió toda capacidad de dirección política en Europa, todo vago liderazgo militar de la misma y por ahora también toda influencia sobre África.
Pero la democracia al estilo occidental también reina en Ucrania, donde Zelensky, cuyo mandato presidencial expiró hace varios meses, ha decidido que no se celebrarán elecciones. No porque sea difícil votar en una guerra (Rusia lo ha hecho limpiamente), sino porque sabe que las perdería estrepitosamente. Por los robos que han marcado su ascenso y consolidación en el poder; por el exceso de vanidad desatada en todo el mundo mientras sus soldados mueren a montones; por la insensatez de haber trocado su popularidad y riqueza con la entrega de Ucrania a Estados Unidos, convirtiendo a su población en carne de cañón para la expansión de la OTAN en amenaza a Rusia; por haber reducido el país a un montón de escombros; por haber comprometido permanentemente la integridad territorial de Ucrania, habiendo perdido territorios que podrían haberse salvado mediante una negociación política basada en la independencia y neutralidad ucranianas en el marco de un acuerdo de seguridad global para la región; por los crímenes de guerra perpetrados por los militares bajo sus órdenes; por haber apoyado con una actitud dictatorial la represión de cualquier voz disidente y haber expulsado a parlamentarios, cerrado partidos políticos, sindicatos, cadenas de televisión y emisoras de radio mucho antes de la guerra; y, por último, por haber prohibido la religión cristiana ortodoxa en dos tercios del país.
Así que, si se está del lado de Occidente, prohibir la libertad de pensamiento, expresión, organización y culto está permitido y el nazi de Kiev sigue siendo celebrado como un icono de la democracia. Si Nicaragua expulsa a sacerdotes con actitud golpista atenta a la religión, si Ucrania prohíbe del todo la religión no hay problemas.
Es indudable que Macron y Zelensky, notoriamente cercanos, comparten un feroz desprecio por las reglas democráticas de las que dicen ser portadores y, en esto, gozan del apoyo incondicional del Occidente Colectivo, que les exige que observen reglas imaginarias no escritas, pero luego ignora las reales y escritas.
Aquí, como en otras coyunturas, se revela la profunda idea que el imperio unipolar tiene de la democracia: la misma idea que tiene de los negocios, de la libertad y de los derechos humanos. Es decir, que son conceptos con valor variable, porque se aplican a unos y no a otros. Constituyen el fundamento político occidental, y cuestionarlos o exigir su aplicación consecuente produce una colisión inmediata con los portadores del modelo.
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La auto asignada «superioridad moral» de Occidente se ha perdido. Ucrania y Gaza expresan perfectamente la asimetría política en el recuento de agravios y violaciones, su alcance relativo y absoluto, su impacto local y general. Expresan la contabilidad amañada que libera sus intereses y encarcela los derechos de los demás. La democracia es ahora incómoda para los mismos que dicen haberla inventado. Las confiscaciones de bienes, cuentas, aviones, personas y democracias nos recuerdan que a bordo hay piratas y no estadistas.
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Al final, tanta duplicidad e hipocresía se convierten en el sello estético y ético del mando imperial unipolar y generan el mismo rechazo. Esto causa una pérdida progresiva de peso político que se intenta frenar con operaciones que van del robo de bienes al golpe de Estado, de la agresión al genocidio. Esta es la fangosa orilla en la que se encalla un modelo condenado ya a la reforma total o a la desaparición.