Se llama Vadym Skibitsky, es general de división del ejército ucraniano y ocupa el cargo de jefe adjunto de la inteligencia militar de Kiev. Skibitsky concedió una entrevista a The Economist que está dando que hablar porque admite que «no ve la manera de que Ucrania gane la guerra sobre el terreno». Incluso si, según el artículo, los soldados ucranianos «consiguen expulsar a los rusos a través de las fronteras del país, una posibilidad cada vez más remota, esto no detendría el conflicto».
Las tesis del alto funcionario ucraniano se ven en cierto modo confirmadas por el Comisario de Asuntos Exteriores y Cooperación de la UE, Joseph Borrell, que en una de sus habituales fanfarrias, en Oxford, dijo: «Sé cómo acabar con la guerra en quince días. Cortando el suministro de armas a Kiev».
Los términos en los que se expresaron el jefe adjunto de la inteligencia militar ucraniana y su tutor español parecen converger en un punto: se admite sin demasiadas perífrasis que Kiev es ahora una posesión colonial del Occidente Colectivo y que la guerra continúa sólo a instancias de éste y se prolongará hasta las respectivas campañas electorales para el Parlamento Europeo el 9 de junio y para el Congreso, el Senado y la presidencia de Estados Unidos el 4 de noviembre.
Para Estados Unidos, Ucrania es la peor derrota desde Afganistán y anuncia un riesgo político muy alto. El 59% de los votantes demócratas no están de acuerdo con la rendición total ante el lobby judío y, al igual que los estudiantes de los campus más prestigiosos, dicen no querer votar por otro mandato del octogenario presidente, visiblemente heterodoxo, que ha expuesto a la diplomacia estadounidense al peor bochorno de su historia, con Blinken que no sabe hacer otra cosa que subir y bajar de un avión decenas de veces sin ser siempre recibido.
El frente ucraniano no está menos caliente: evitar una rendición formal es la única vía que le queda a Biden para enfrentarse a Trump. Las repercusiones de una nueva capitulación se dejan sentir también en Europa, que por primera vez en su historia ha querido emprender una guerra contra sí misma antes incluso de enfrentarse a Rusia, y que espera una continuidad política en la Casa Blanca.
El bloque europeo más estrechamente vinculado a Estados Unidos desea una campaña electoral bajo la bandera de la alarma militar, para poder consolidar las alianzas construidas únicamente sobre el atlantismo y reducir las reivindicaciones de autonomía continental a una fragmentación política minoritaria.
Este es el propósito del ya obsesivo estribillo que rebota a diario en las principales capitales de Europa Occidental y que señala la urgencia de proceder a la creación de un ejército europeo autónomo, capaz de proteger al viejo continente aunque EEUU no proceda. Sin embargo, un ejército europeo es tan concreto como el ave fénix, ya que la ausencia de una política exterior común no permite disponer de unas fuerzas armadas comunes. Un ejército debe ser la expresión de una línea política única, ausente hoy y durante varias décadas.
El resultado final sería un profundo reajuste del gasto militar europeo en beneficio de las empresas armamentísticas estadounidenses, italianas y francesas, que se pagaría con una nueva reducción del gasto público en el continente, ya asolado por un nivel de exclusión social y de pobreza sin precedentes en la historia.
Abrir negociaciones mientras haya tiempo
Skibitsky confirma que el envío de nuevas armas y militares a Ucrania no cambiará un ápice la situación sobre el terreno. La extensión rusa de la línea defensiva del Donbass ya ha concluido. Las amenazas que deberían suponer los nuevos suministros a Kiev están por verificar. El Kremlin se planteará hasta dónde va a llegar; es decir, si confirma el plan que dio origen a la Operación Militar Especial y que preveía la defensa de Donetz y Lugansk, la desnazificación de las fuerzas armadas ucranianas y la sustitución del Gobierno controlado por los nazis, o, a la luz de la ahora descarada intervención directa de la OTAN, podría decidir ampliar en otros cien kilómetros el grosor del colchón defensivo en territorio ruso y desbaratar por completo la estructura energética y productiva de Kiev.
Parte de esta segunda hipótesis se traduciría en la toma de Odesa, lo que reduciría a Ucrania a un trozo de territorio sin salida al mar, condenándola a una grave limitación de su negocio de importación-exportación cuando Occidente haya terminado de vender para permitir su reconstrucción, que se prevé costará más de 500.000 millones de euros, además del dinero necesario para pagar la cuota de adhesión a la UE (50.000 millones) y el pago de los suministros recibidos de EEUU y la UE en estos 800 días de guerra.
Es bien sabido que de origen ucraniano en la guerra sólo hay muertos, mientras que los intereses y la dirección política corresponden a la OTAN. Pero ello conlleva una valoración por parte de los rusos del curso y perspectivas del conflicto que no puede dejar de prever -junto a un plan de paz creíble – la posibilidad de una precipitación de la situación. Al menos si se quiere dar crédito a lo que ha dicho el presidente francés, Macron, repitiendo lo que ya se ha dicho antes, es decir, que los soldados de la OTAN podrían entrar directamente en el campo de batalla (además, ya están allí). Unas declaraciones muy graves, hijas de la incompetencia política de un presidente caduco y no reelegible, furioso por pasar a la historia como el presidente francés que subió la edad de jubilación pero perdió África.
De enfriar los ánimos de Macron se han encargado los gobiernos italiano y británico, ambos molestos y con dificultades para preguntarse qué interés puede haber en elevar aún más la tensión dando pasos claros hacia la escalada con Rusia. Pero el mal también golpea a Londres, que ya es responsable de forzar a Kiev a no llegar a un acuerdo tras sólo dos meses de guerra. De hecho, el ministro británico de Exteriores, Cameron, ha confirmado que Londres autoriza el uso de los misiles de largo alcance entregados a Kiev para golpear a Rusia, y Borrell habla de Rusia como «la mayor amenaza existencial para Europa» y lamenta que «no todos los europeos estén convencidos».
La respuesta de Moscú sólo podía ser dura en los términos y cortante en el contenido. Más allá de expresiones diplomáticas y de un lenguaje que, por su naturaleza semántica, es complejo y lleno de matices, no hay muchas interpretaciones posibles. Si alguien piensa que puede golpear impunemente a Rusia escudándose en los ucranianos, está muy equivocado. Rusia considera objetivos militares legítimos a todos los países que participan en el suministro de misiles estratégicos, y si atacasen infraestructuras rusas, instalaciones civiles o militares, poblaciones civiles o lugares estratégicos, la respuesta sería inmediata y muy contundente. No sólo contra Kiev, sino también contra aquellos -sean quienes sean- que le suministren armas.
Visto desde el punto de vista de Moscú, la desproporción numérica de 32 países luchando contra uno, con el objetivo de rodearlo y luego golpearlo para segmentarlo y fragmentarlo en minúsculas repúblicas desprovistas de todo poder, sólo podría conducir a una respuesta igual y mayor en destino a las que han conocido los mismos intentos a lo largo de la historia, y produciría una revisión no sólo del papel de Ucrania sino también del imperio occidental y de las doctrinas militares seguidas hasta ahora, desde la guerra posicional hasta el concepto de primer ataque atómico. En resumen, mientras Ucrania está de capa caída, se lanzan amenazas más groseras y estúpidas por parte de quienes evidentemente no se dan cuenta de que su país sería uno de los primeros en hundirse o volver a la Edad de Piedra.
Lo que hace falta, en cambio, es lógica y sentido común, perspectiva y realismo; es decir, la búsqueda de una solución política mientras dure la guerra. Porque ésa sería la única manera de entregar los acontecimientos militares en manos de la política, antes de que ésta los asuma definitivamente. Una solución política que sólo viene de la admisión de la derrota es una rendición, y de las rendiciones no viene la paz sino los armisticios en previsión de nuevas guerras.
Pero de París a Londres, por no hablar del Báltico, la palabra guerra asociada a Rusia ocupa un lugar cada vez más destacado en el discurso. Sin embargo, en los últimos 70 años parecía que la guerra había sido expulsada del léxico político, que la disuasión primero y la neutralidad, con el nacimiento de la UE después, habían reprogramado definitivamente la política de relaciones entre Oriente y Occidente. Y ahora, en cambio, cuando un imperio en decadencia no tolera la emergencia de otro modelo de gobernanza mundial, una columna de idiotas europeos irresponsables se la juega por puro interés electoral con palabras y hechos que llevan el enfrentamiento hacia el umbral de no retorno, al borde de la III Guerra Mundial, que dado el nivel de armamento nuclear, supondría el fin de la especie humana.
La propia diplomacia, en la era de la decadencia imperial, ha visto perder los «cañones de la diplomacia» en favor de la «diplomacia de las cañoneras». Ha perdido todo papel, dejando la mediación y el diálogo como recuerdos de los libros de historia, porque en un mundo de recursos finitos pero apetitos infinitos sólo hay dos salidas: el avasallamiento o la sumisión. Al fin y al cabo, se confirma lo que dijo el general prusiano Von Clausewitz: «La guerra no es más que la continuación de la política por otros medios».