En su autobiografía, el poeta nicaragüense, Rubén Darío, rememora su infancia como un destello virtuoso, cuya vida inicial, tal cual brotara como un chispazo de luz, desde la oscuridad de su peculiar y enigmático armario: aquel cajón lleno de los primeros saberes, que marcó sus pasos preliminares en su vasto y universal camino de letras.
De tal modo, Rubén advierte del tesoro descubierto en aquel armario: “Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las Mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La Caverna de Strozzi”.
Para el pequeño bardo, aquello era “una extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”, pero no era de extrañarse que Darío se enfrentara ante aquellos gigantes de la literatura, cuando realmente era un prodigio, para su tiempo y su edad.
Naturalmente que sus primeras andanzas librescas, influyeron mucho, para coronarlo en esa cúspide de “Los Inmortales”, legado que hasta la fecha ha sido cristalizado con su nombre en calles y monumentos de todo el mundo, y recordado por sus más emblemáticas obras: Abrojos, Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza, y otros no menos importantes.
Había aprendido a leer a los tres años, como él mismo evoca, bajo las ramas de un gran <<jícaro>>, en aquel patio lleno de árboles y flores con olores orientales, en aquella antigua casita colonial, en la ciudad de León.
¿A qué edad escribió sus primeros versos Rubén Darío? No lo recuerda. Pero asegura, en su autobiografía, una especie de memorias, que fue muy temprano, en aquellos inolvidables domingos de Ramos, en Semana Santa: “se abría una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno… pero sí sé que eran versos”, sostiene el Príncipe de las Letras Castellanas.
Llama la atención, que el mismo Rubén, asegura que nunca aprendió a hacer versos”, como una antítesis de todo lo grande que fue como renovador de las letras españolas, dentro del modernismo, desde su cosmopolitismo: “Ello fue en mi orgánico, natural, nacido”, anota el poeta, recordando seguidamente que los deudos de su ciudad, quienes sabían de su ritmo, le buscaban para escribir epitafios.
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La infancia de Darío, fue un péndulo entre el terror y la ficción: “La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros”, asegura el vate, introduciendo al lector en aquella atmósfera, como un viaje sin retorno hacia los cuentos de ánimas en penas y aparecidos, que le contaban “los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo”.
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Esa radiografía del miedo, en el estadio de la infancia, va revelando a un Darío espantado por las “tinieblas nocturnas”, y la razón por el tormento de ciertas pesadillas inenarrables”, experiencias que luego imprimirían una clara influencia en su extensa obra que lo catapultó como uno de los grandes líricos, ensayistas, periodista y diplomático de América Latina y el mundo.