En estos tiempos de encefalogramas planos, papanatas, bobos y mentecatos (no ahorramos epítetos ni sinónimos, aunque sí sinécdoques y polisíndeton, que no usa plural), la renuncia, por demás comprensible, del presidente Joe Biden -Pepito Baiden, para los enemigos-, ha levantado un alud de comentarios, tal que pareciera que, en vez de una renuncia, se hubiera tratado de la resurrección de un dinosaurio (de los que hay abundancia tanto en el gallinero europeo, como en los pasillos de Washington). Pero es sólo, únicamente eso, que renunció el Pepito por causas naturales, aunque haya tantos empeñados en obviar que, desde su deplorable papel en el debate con Donaldo, estaba cantado que el Pepito no aguantaba otro round y la derrota demócrata tenía su ataúd.
Pasó en España -recordatorio para desmemoriados-, luego de la irrupción con fuerza de Podemos en el mapa político. El miedo de la clase dominante a que “los nuevos rojos”, jóvenes y osados, les movieran el piso, provocó un aluvión de renuncias en la gerontocracia política, empezando por el rey Juan Carlos, ‘jubilado’ con escasas sutilezas por los clanes cavernarios que gobiernan el país desde Atapuerca, y quienes han cambiado de vestidos y dentadura, pero siguen instalados en sus cavernas, de las que saldrán únicamente por invitación gozosa de un Robespierre o un Stalin.
El episodio Pepito lleva a sacar del mausoleo su antecedente más inmediato en el tiempo, que servirá para ilustrar lo que -luego- queremos explicar. Se trata del ya fallecido presidente Ronald Reagan, que gobernó (es un decir) EEUU de 1981 a 1989.
Ronaldo, además de pésimo actor secundario, era básicamente analfabeto, algo usual en los presidentes de EEUU, que suelen dedicar tanto tiempo a la política que no tienen nunca ídem para agarrar un libro, que, además, exige abrirlo y, peor aún, leerlo. Reagan era eso, una farsa, que leía discursos y daba mítines, pero que rara vez se enteraba de para qué era todo aquello. Lo único que tenía claro, como discípulo de Superman e hijo periférico de Hollywood, era el guion de la lucha de los buenos contra los malos y los buenos, claro, eran los gringos, y malos todos los que no les obedecieran a ellos (si quieren un resumen resumido de la política de EEUU, aquí se lo dejamos servido).
Ronaldo, por mucho que fuera presidente de EEUU, padeció, como todo el mundo, el deterioro de los años, a tal punto que, en su segundo periodo presidencial, el deterioro cognitivo del presidente se hizo crónico. A su general ignorancia de casi todo se agregó el inicio del Alzheimer, haciendo el periodo final de su presidencia una pesadilla para quienes tenían que trabajar con él. Noam Chomsky escribió al respecto: “Es bastante injusto atribuir a Ronald Reagan, a la persona, demasiada responsabilidad por las políticas adoptadas en su nombre… apenas si fue un secreto que Reagan sólo tenía una idea muy vaga de las políticas de su administración… El deber de Reagan era sonreír, leer los textos del teleprogramador con voz agradable y contar unos cuantos chistes”.
Henry Kissinger -de funesta memoria-, expresó, ante un grupo de académicos: “Cuando se conoce al presidente uno se pregunta cómo llegó a gobernador y mucho más a presidente”. El jefe de prensa de la Casa Blanca, Larry Speakes (el nombre le iba al pelo con el cargo: Larry Habla o Larry Discurso), recordaba que trabajar con Reagan “era, cada vez, como volver a inventar la rueda”. Eso se debía a que Reagan olvidaba lo discutido y, en cada reunión, había que empezar de nuevo desde el principio.
Como pueden colegir de este pasaje de la historia de EEUU, el estado mental de un presidente no es razón para que lo destituyan del cargo y lo trituren políticamente, como ha pasado con Pepito. Comparado con Reagan, el estado de salud de nuestro Pepito Baiden es magnífico. Entonces, ¿de dónde ha venido la saña con que el establishment demócrata y sus aledaños y detritus le han tratado, hasta obligarlo a dimitir? ¿Por qué esa ansia destructiva tipo Scream CXIII? Intentaremos responder a esos interrogantes echando mano del manual político básico de EEUU.
Desde la II Guerra Mundial, con la Guerra Fría de telón de fondo, se estableció, en el establishment estadounidense, un consenso general bipartidista en materia de política exterior. Ese consenso resultaba fácil de mantener, entre otras razones, porque el mundo como tal era más simple. Ya explicamos en De Ucrania al Mar de la China, que la Guerra Fría era como una mesa de dos patas. Cada pata se sostenía en su parte del mundo y no había más temas de los que hablar. Las guerras periféricas (Corea, Vietnam, Angola, Afganistán, Nicaragua) no modificaban la mesa. Cuando la URSS es asesinada por la combinación de un inútil, un alcohólico y una clase gerontocracia paralítica, se perdió una pata y la mesa se cayó. En la borrachera política que provocó el fin de la URSS el establishment de EEUU perdió las perspectivas y no pararon a pensar en lo que sustituiría a la mesa coja y caída. Suficiente tenían con declararse vencedores de la Guerra Fría y presentarse como única hiperpotencia mundial sin otras divinas personas.
Desde la prepotencia derivada de aquella borrachera, se dedicaron a iniciar guerras de agresión por medio planeta, en el delirio de que así transformarían el mundo a la medida de EEUU. De Iraq a Ucrania. No hace falta que resumamos lo que ya sabemos todos. Le salieron los tiros por la culata, la mira, el ánima y hasta por el gatillo.
Mientras EEUU y sus aliados del gallinero europeo se desgastaban en interminables e inútiles guerra, otros países se aplicaban a consolidar su desarrollo. Y salieron nuevas potencias con las que nadie contaba. China, India, Rusia, Irán, especialmente. En algún momento, entre 2016 y 2018, en EEUU aterrizaron en las consecuencias de que hubiera desaparecido la mesa de dos patas: sin mesa, el mundo se había vuelto altamente complicado y, peor, con rivales de un poder con el que nunca -nunca-, se había enfrentado EEUU.
Entonces el consenso bipartidista empezó a hacer aguas. El establishment mayoritariamente demócrata se decantó por una visión atlantista, con Rusia como objetivo a batir. Para el establishment mayoritariamente republicano, el adversario era China, cuya poderosa emergencia ponía en grave peligro el control de EEUU de Asia-Pacífico (rebautizada Indo-Pacífico).
También juega el renacimiento de la vieja corriente del aislacionismo, que pregona que EEUU debe concentrarse en su ombligo, frente a la corriente imperialista, que los conservadores, hoy, llaman ‘globalista’, que defiende que el EEUU de Superman debe liderar, garrote en mano, al ‘mundo libre’.
La cosa es más seria de lo que parece a simple vista, pues, en este siglo XXI de yutubers, selfis y multiplicación exponencial de la estupidez humana, la decisión de fondo es si ir o no a una guerra mundial, que de eso va el juego, aunque se diga con la boca fruncida.
(La cosa va tan en serio que la revista Military Watch Magazine reporta en su último número un enfrentamiento de guerra electrónica entre buques chinos y gringos. Según la revista, “Se informa que los enfrentamientos de guerra electrónica duraron doce horas completas en el norte de Filipinas y, como resultado, los buques de guerra estadounidenses «enfrentaron una crisis sin precedentes: pantallas llenas de estática y una pérdida total de señales GPS», y la flota se retiró debido a la grave interrupción de las capacidades de comunicación y navegación”. Guerra subterránea y de tanteo, que, según los datos, van ganando los chinos y con holgura).
Por esos motivos tan serios y de fondo el consenso post-IIGM se ha agrietado. La contradicción se hizo visible con los 60.000 millones de dólares solicitados por Pepito para Ucrania y boicoteados por los republicanos, hasta la ‘traición’ de un sector minoritario por trapicheos internos. El motivo de fondo de la contradicción, como decía y repetía Tucídides, es que las guerras son, sobre todo, una cuestión de dinero. Y el dinero, pasados los años gloriosos de EEUU, es un bien escaso en la gran potencia. De esa guisa, o se dedican fondos milmillonarios a sostener la guerra contra Rusia utilizando a Ucrania, o ese dinero se destina al rearme para confrontar el creciente poder militar de China. No hay suficiente guita para ambos frentes (al que debe agregarse Irán). Como cantaría Rubén Blades, no hay cama pa tanta gente. Y seguir tirando de la maquinita de billetes es un suicidio, dice cada vez más gente, pues el uso internacional del dólar va en declive y llegará el momento -no lejano- que seguirá el camino de la libra esterlina después de la I Guerra Mundial.
La elección por Donaldo de JD Vance -un militante antiucraniano-, como candidato a vicepresidente, agudizó las contradicciones. Pepito debía renunciar tan voluntariamente como el rey Juan Carlos de España, para lo que sobraron correas. La Ka-mala Harris caía por su peso -ya veremos cuánto- como primera candidata para sustituir al defenestrado Pepito, aunque queda por ver cuántos cuchillos saldrán tiritando debajo del polvo levantados por la salida de Baiden, que ser presidente es cargo lustroso y jugoso.
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No hay que darle más vueltas al asunto. Así están las cosas, a la espera de lo que decida la convención demócrata sobre quién sustituirá, oficialmente, a Pepito en la contienda electoral contra Donaldo. También hay que sopesar con seso las desavenencias. Aunque demócratas y republicanos están de acuerdo en prolongar la agonía de EEUU como superpotencia, las discrepancias van más allá de la geografía. En última instancia se refieren a la visión interna y externa de EEUU: paz/guerra; migración/antinmigración;multipolaridad/unipolaridad… ¡Qué sencillo era el mundo bipolar, con su mesita tan manejable y sus dos sillas para sentarse a parlotear vis a vis de temas mundanos!.
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Terminemos con otro episodio de la historia de EEUU. En 1940, cuando Franklin D. Roosevelt decidió presentarse para un tercer mandato presidencial, muchos criticaron que Roosevelt rompiera la tradición establecida por George Washington, de un máximo de dos periodos presidenciales. Eran los años del ascenso nazi y la guerra en Europa. Roosevelt respondió a sus críticos con una frase que vale rescatar del olvido: “No se puede cambiar de caballo en plena carrera”. En esas están los demócratas. Cambiando de caballo -y a patadas. Ya veremos quiénes salen revolcados del inesperado establo.